Recuerdo que, cuando tenía bastantes menos años de los que tengo ahora, mi padre solía recurrir, en las grandes ocasiones, a los vinos de “bodegas que nunca fallan”, como él solía decir. En este reducidísimo grupo de bodegas (cuatro o cinco de La Rioja, dos o tres de la Ribera del Duero y una de Cataluña) se encontraba, y se sigue encontrando, las Bodegas Muga por derecho propio.

Hablar de Muga, por lo que al vino se refiere, es hablar de un clásico del panorama vinícola español, como lo pueden ser Marqués de Murrieta, Torres o CVNE. ¿Quién no ha bebido alguna vez alguno de sus vinos? Pedir un Muga (crianza) en un restaurante para acompañar la comida es apostar por un valor seguro a un buen precio porque, sin ser espectacular, su corte clásico y su infalibilidad generan confianza. Corte clásico que comienza en sus instalaciones en Haro.

La bodega se fundó antes de la Guerra Civil y, desde entonces, no ha dejado de crecer. En la actualidad cuenta con unas preciosas instalaciones en el barrio de La Estación y posee algo más de 200 hectáreas de viñedo en suelos fundamentalmente arcillosos, más calizos que pizarrosos, además de controlar mediante contratos otras 150 hectáreas de viñedos de viticultores individuales. Con todo ello y su parque de depósitos de madera y de miles de barricas, producen una media de 2,0 millones de botellas de vino al año.
A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de probar varios vinos de esta bodega: sus crianzas, valores seguros y con potencia; sus reservas especiales, refinados y con más matices; los Prado Enea, delicados y complejos; y los Torre Muga, de los que ya os hablaré otro día, más modernos y potentes.
Pero hoy quiero hablaros de los Prado Enea que son, en la gama clásica de la bodega, el punto más alto de la gama de vinos que elaboran. He de confesar que siempre había huido de esa línea clásica de los típicos vinos de Rioja (finura sin potencia) y de la Ribera del Duero (potencia sin finura). Eso fue así hasta que me presentaron este vino, hace ya bastantes años, en una comida familiar en casa de mi hermana.
No recuerdo la comida en sí mucho más allá de unas deliciosas carrilleras guisadas, cuyo aroma era embriagadoramente hogareño, que se deshacían en la boca llenándola de mil y un sabores; sabores de toda la vida, de casa de mis padres, de mi abuela, de mi infancia y de mi juventud… En mi contra he de decir que, cuando vi la botella, os aseguro que pensé; “¡buf!, otro riojita clásico, típico, mucha finura y madera y poca fruta y acidez; en fin…”.
Fue un tremendo error de apreciación por mi parte, basado en ideas preconcebidas, que no he vuelto a cometer en lo que al vino se refiere: porque ese vino era magnífico. Las botellas eran de Prado Enea Gran Reserva de la añada de 1991. Desde entonces guardo un enorme respecto por este vino, y por algunos de sus primos riojanos (como el YGAY Gran Reserva Especial o el Viña Tondonia Gran Reserva) y ribereños (como el Viña Pedrosa Gran Reserva o el Pesquera Gran Reserva).

Es un vino que está basado en la uva tempranillo, pero que incorpora garnacha, graciano y mazuelo en diferentes proporciones. Por aquel entonces, hablo del año 2000 o algo así, el vino era todavía un infante; este es uno de esos vinos que a los 15/20 años empieza a mostrarse de verdad y que, bien conservado, puede durar 25/30 años, o más, en perfecto estado. Pero desde ese día he tenido la suerte de beberlo en otras dos o tres ocasiones, y este vino no ha hecho más que mejorar con el tiempo. Actualmente presenta un precioso color granate oscuro, tirando a marrón en los bordes de la copa por su antigüedad. En nariz es elegante, con tonos balsámicos y mentolados, fresas salvajes y cuero. En boca es sedoso y con cuerpo medio (antes era más denso, pero es lo que tiene la edad) y ligeros recuerdos de salvia, regaliz y moras.
Desde aquel primer día, además, he tenido la suerte de probar, o más bien he ido buscando, otras añadas de este mismo vino. La añada de 1994 es más ligera y está más evolucionada, con una nariz algo más arcillosa, un paso de boca que ofrece frutos rojos secos muy evidentes y un final largo. La añada del 2001, sin embargo, es otra historia por su frescura y largo final: la nariz es seductora de especias orientales, pétalos de rosa, cedro, frutos rojos y ese inconfundible aroma de las hojas otoñales desparramadas por el suelo; la boca es sedosa, aterciopelada, sabrosa, plena de frutos rojos y con taninos muy bien integrados.
Las otras dos añadas que he probado de este vino (2004 y 2009) son otras dos maravillas. El 2004 es el más “joven” de todos, más incluso que el 2009, lo que me hace pensar que es un vino que puede conservarse perfectamente otros 20 años más; la nariz apenas está empezando a mostrar aromas terciarios, así que predominan los aromas frutales, florales y terrosos; la boca es densa y equilibrada, con aromas de frutos rojos, chocolate amargo y una buena acidez, pero aún tiene mucho que progresar; puede ser un vinazo, pero es algo que veremos dentro de 5 ó 10 años.
El 2009 es otro grandísimo vino y, aunque está algo más evolucionado que el 2004 en términos relativos, aún tiene mucho que madurar y que crecer; el color es de rubí brillante a estas alturas; la nariz muestra frutos rojos especiados, avainillados y de ceniza; en boca muestra equilibrio entre fruta, alcohol y acidez y claros sabores de cereza/grosella y licor, con un final potente y largo.

Todos estos vinos son lo suficientemente potentes como para enfrentarse a guisos densos y concentrados, a carnes rojas viejas y a pescados azules poderosos. Pero también y según las añadas, a una copa de vino con un picoteo ligero y con una buena compañía. Probadlo.
Y recordad: EL VINO SÓLO SE DISFRUTA SI SE CONSUME CON MODERACIÓN